domingo, 31 de agosto de 2008

Cajitas

Es cuestión de esperar que el día pase junto con el tedio y todo se disuelva entre la cerveza y un buen partido de pool. No hay por qué quejarse pero tampoco es algo para festejar y saltar desde un trampolín.
Toneladas inútiles de papel, kilos útiles para la nada de los ojos buchones. Ojos que no registran que 1000 dólares vuelan por acá, que ocho mil por allá y cuando te querés acordar son un millón para Cadorna. Por supuesto que Cadorna es el que manda y el que vigila, sino no habría sueldo y cordialidad. Culpables y cómplices.
Para ser una empresa de calidad primero hay que parecerlo.
Por lo menos son coherentes con el lema.
Pero a nosotros que catzo nos importa si el mundo se rompe a castañazos, tenemos el pleno conocimiento de que nos encontramos en otro plano siquiera más superior y lontano. Ciudad Émbolo no entiende de burocracias, coimas y encubrimientos, espionaje industrial y todas esas paparruchadas que te pueden dejar con un millón de dólares o un millón de fojas en una causa penal. En verdad comprende ese mundo pero lo destruye, lo sumerge en la sinrazón. Hablo de ésta ciudad como si la conociera, como si nunca me hubiera perdido en sus callejuelas y estructuras de hierros y cartón. Andamios de tinta y papel.
Todos los tiempos habían pasado para que tomáramos en serio aquello. No nos podíamos tomar en serio de ninguna manera. ¿Qué sería entonces del castigo a las cajitas? ¿Del campeonato de yurikens, de eructos? Tendríamos que dejar los placeres de la vida alpedista, y eso no, eso sí que no. En nuestro círculo está muy mal visto. Lo está porque todos son bizcos y chicatos y nadie se digna a palmearle la pantalla para que se arregle la imagen.
El trabajo en la trinchera de la mañana consiste en dormir y cuando tenemos que emprender la excursión al comedor tengo que resucitar al feo durmiente con bigotes de Petrella; justo yo que de Cristo soy el peor de los discípulos y en resucitación me bocharon una parva de veces.
Hay dos momentos de gloria para un cajetilla: la hora del almuerzo y la huída. Comer es un ritual y como tal nosotros somos unos gurues. Nada de colas ni de esperar; nosotros derechito a lo nuestro y a lastrar. Comunmente me cuelgo a chamuyar con la minita de la barra que es un jamón del medio y entre ella y las virgencitas en pelotas de la imprenta me hago unas pajonas bárbaras. A Petrella se le da por hacer experimentos gastronómicos siempre a la hora de comer para después trompetear. Es un chico fino, para comer y cagar. Lo bueno de éste laburo es que podés hacer casi lo que se te cante, pero ojo, nosotros no nos tomamos el brazo, ante todo mucha discreción y seriedad, pintamos, escribimos, taller de teatro, todo un centro cultural, viste, pero todo tranqui no es cuestión de pensar que porque hacemos pata ancha ahí podemos ir a pararnos en el escritorio del capo y mearle la jeta, aunque en verdad podríamos pero bueno, eso cuando venga por acá lo arreglamos, acá el ambiente va a ser más familiar y el gordo no se va a poder negar a joder un rato, cantar, endrogarse en Adrogué, embolarse un poco y contarnos si en verdad le mide el aceite a la tetona.
La empresa nos había mandado allí para el ordenamiento y la búsqueda de papeles comerciales. El primer día éramos unos señores de trajedia y corbata, trabajando a full entre los archivos y la oficina, más perdidos que turco en la neblina y un cagazo padre. Ahora aunque somos el último orejón del tarro ya no nos miran con tanto asco, ya casi no nos miran; será acaso por el miedo.
Las órdenes son expresas: No hay lugar. Si alguien viene y les pregunta si pueden traer algo o si tienen algo, ustedes dicen que no. Y si hay problemas me llaman.
Sucede cada tanto y el proceder no es nada extraordinario. La primera vez te cagás en las patas pero después te vas acostumbrando; es un trabajo como cualquier otro, nada más. A veces cuando la risa se deshace de nosotros, vemos el lado oscuro de la silla de la muerte que al usarse te duerme inmnediatamente, el desfibrilador y la lámpara matacabezas, las víctimas, nuestros antecesores archivados y toda esa locura. Quién sabe cuando empezó todo ésto. Quizás fue con Arnold Fink, quizás con Nicóforo Kisenki.
El otro día recordábamos a Danielito, era alguien que nos caía medianamente bien, casado, dos hijas pero empezó a hablar y a preguntar de más.
El que no nos cae bien es uno de los cadetes, uno rubio y de rulitos que lo tenemos en la mira, algún día va a picar.
La voz de Roza dicta de tanto en tanto por el teléfono: "¿Petrella, Mantovano? Vá para allá, hacé lo que sabés". Alguien tiene que hacer el trabajo sucio. Alguien tiene que recibir atentamente al administrativo y preguntarle qué necesita, ayudarlo a buscar, escuchar "qué laburito que tienen acá, che, ésto es un lujo, está buenísimo, ustedes no la pasan tan mal..." y llevarlo, llevarlo entre las estanterías, marearlo para que no se de cuenta que el laberinto no tiene respuesta a ningún requerimiento, llevarlo y darle masa y meterlo, troquelarlo lo más posible para que se lo coma la caja y que la caja entre en el estante sin tener que castigarla porque la violencia es algo muy feo che.