jueves, 11 de febrero de 2010

Primera Clase

¿Quién te creés que sos?

¿Qué clase de ser creés que sos?

¿Sos? ¿Existís?

Estas son algunas preguntas que la sociedad se hace a sí misma para controlarse, delimitarse y purgarse integrando o excluyendo a sus componentes.

Esto está dicho con prudencia, podríamos decirlo de forma más cruda y sincera pero a los ojos de nuestro objeto de estudio sería rencoroso e irracional, aspectos en los que de ninguna manera se pretende caer en éste breve ensayo, pero ganas no faltan.

Esta programación puede ser tanto inconsciente como conciente, interna como externa.

Puede ser razonable cuando un país es justo con la mayoría de sus habitantes pero ese no es el caso de la República Argentina y eso es lo que genera y programa un círculo de desigualdad.

Es inherente al ser humano clasificarse, nomenclarse, individualizarse, todas las sociedades han realizado éste proceso con el fin de organizar su funcionamiento. Los antiguos imperios y reinos mediterráneos --como en el emblemático caso del romano-- se clasificaron a través del patrimonio que otorgaba la puerta al honor de la leva militar que luego se transformaba en la carrera política, comercial o simplemente productora. El honor y la dignidad estaban dadas por el servicio que se hacía a Roma y su pueblo. Se asumía la simbiosis pueblo-individuo, naturalmente ese honor de servicio y pertenencia de las clases patricias luego decaía y abundaba en corrupción, holgazanería y opulencia desmedida.

Con el surgimiento del capitalismo en la baja edad media, el paradigma de la honorabilidad, la dignidad y los derechos que asignan calidades y clasificaciones típicamente positivas a las personas, se asentaron sobre la base monetaria, sin importar la procedencia de tal riqueza y más aún, si tal riqueza era producto de la astucia y el despojo por la espada o la pluma que se embozaba en lagunas y zonas grices legales, generaban un miedo de respetabilidad y de honorabilidad que elevaban al trono de la impunidad al libertino y/o corrupto.

El sistema policial festeja y exalta el delito de cuello blanco, sofisticado y tecnificado castigando in limine la opera tosca, la torpeza. La filosofía del cinismo hace que aquello que es ilegal --pero bien organizado, con apariencia pseudolegal-- sea tenído en alta estima, sea legitimada socialmente.

"La identidad, la idioscincracia de la clase media argentina a fines del siglo XIX --como señala Ezequiel Adamovsky-- surge de una curiosa idea de decencia"

Esa curiosa idea de decencia es el orgullo de desarrollarse en ámbitos laborales más afables que no implicaran en la producción laboral el físico como su estricto medio, sino el desenvolvimiento en tareas administrativas, comerciales, burocráticas, etc. que involucraran lo psíquico y generasen un mayor rédito pues tales calificaciones no contaban por entonces con gran cantidad de mano de obra. Su orgullo también se encuentra en lo que comúnmente se denomina operatividad de baja intensidad. Contemporáneamente ese enclave de dignidad ni siquiera se halla en el trabajo sino en la adquisición de riqueza y su acumulación de maneras non sanctas. En esa respetabilidad de hacer la plata sin trabajar, la clase media y mucho más antes la alta, encuentra su apoteosis.

Podemos decir que la identidad de la clase alta está dada por la idea y certidumbre de poder y munificencia que supera el anhelo de opulencia económica que persigue la clase media. La clase alta, es dominante, es ampliamente organizada y consiente de sí misma.

¿Pero que podemos decir acerca de la identidad de las clases bajas?

La filósofa Silvia Schwarzböck señala acertadamente que los pobres no tienen un marco de moralidad propio (hoy acentuado por el proceso de desactivación de las garantías y derechos laborales así como la lucha sindical, la desindustrialización y desaceleración de la producción manofacturera y maquinofacturera iniciada en la década de 1960 N del E.) para hacerla valer frente al resto de la sociedad.

La clase baja, los pobres --y más que ellos los hijos de los ricos-- saben bien que la plata no se hace trabajando (Schwarzböck), que el trabajo otorga la posibilidad de sobrevivir pero muy acotadamente la de superar una situación que desde la programación idioscincratica de los núcleos dominantes de formación (muy sugestionables a las opiniones del sistema de estado policial: agencias policiales, legales de comunicación, educación, etc.) se establece como inamovible per se.

También saben que estudiar no es la panacéa del éxito personal. Que consumir hace al ser. Que la fama o infama que sea redituable en dinero vale más que el honor y cualquier otro principio ético o moral. Y lo saben porque son mandatos y ejemplos de vida impuestos desde el ideario contemporáneo de la clase media alta, refractaria de los designios de la clase dominante.

El ascenso social y la ampliación de la clase media --como producto de la contradicción entre el sistema colectivista e individualista y como dique de contención social, ideológico y económico ante las corrientes revolucionarias de inicios del siglo XX, (en América del Sur como el anarquísmo, socialismo, comunismo)-- se dió como una necesidad diagramada desde la clase dominante en pos de conservar el poder. Este ascenso se dio débilmente desde el primer gobierno radical de Hipólito Yrigoyen, incrementándose en el gobierno peronista hasta estancarse durante la dictadura del mal llamado Proceso de Reorganización Nacional de 1976.

La conciencia de pertenecer a la clase media es eminentemente discursiva, de ninguna manera es orgánica y es evidentemente volátil en su conformación. Hasta fines de la década de 1970 conformar la clase media requería de una serie de puntos socioculturales que propugnaban y amparaban la dinámica estable del crecimiento sociocultural y económico que se reunían en torno al acceso a la educación, la vivienda y el barrio, el consumo de bienes y servicios y el dinero. Todo ese cúmulo aglutinador y segregador lograba así varios nexos de pertenencia con su realidad y lograba su identidad frente al resto de los contratantes sociales.

Durante la década de los 90' ese paradigma cambió. Casi el único requisito para integrar ese inasible sector se basó y se basa en la ganancia económica que permita determinados consumos y gastos que de ser generalizados y normales para sectores más amplios de la población no pasarían como una cuestión de lujo. El origen de esa ganancia dineraria no tiene importancia en cuanto si es espuria o acorde a la ley, importa tener, importa parecer. Pues los signos de los tiempos remiten que parecer hace al ser. La coerción psicológica del control social ahorra balas contra los sectores más desprotegidos económicamente pero no las anula, antes bien las introduce entre ellas como herramienta de control y división desestatizada acrecentando los ejércitos irregulares de la delincuencia o regulares de la policía que encuentran su abrevadero la mayoría de las veces en las mismas poblaciones desprotegidas y fronterizas.

Así como en tiempos de Machiavelli se valoraba y respetaba al signore que gozaba de su riqueza pero mucho más al que gozaba de las ajenas, hoy el poder de la corrupción es el deseo embozado de cualquier mortal argentino pues plantea la impunidad y la estabilidad para vivir como se quiera --dentro de las reglas de los impunes, claro--. Convivir con los que quieren acceder al Corruptive way of life es otro tema que se mantiene a pura coerción económica y policial.

Si el pleno empleo estuviera asegurado no se podría acusar a tal parámetro de antidemocrático e injusto. Pero en la actualidad --2009-- se continúa desarticulando y pauperizando económica y políticamente a la sociedad no por una política dirigida desde el estado sino desde los grupos de intereses del sector privado.

Quizás la mía fue una de las últimas generaciones que compartió horas de aula, hasta la facultad, con la ignorada clase baja --como la de un servidor--, la media y hasta la alta y por ende tuvo la posibilidad de conocer y comparar miradas e idioscincracias, defectos y virtudes, necesidades y ostentaciones desubicadas; hoy esa conveniente dinámica sarmientina (que en absoluto era inocente en cuanto a sus objetivos de transplantación étnica y cultural germánica) de espiritu de grupo nacional sin distinción de clase, raza y credo se va esfumando en la anécdota.

No hace falta parafrasear a Adamovsky ya que es parafrasear al tilingo argentino, especialmente el porteño, que realza siempre que puede, su descendencia europea y blanca y refuerza los modelos germánicos de belleza. Para ese sujeto ser blanco es ser parte de la clase media, quien no lo es pero económicamente la integra debe reafirmarse como blanco y europeo todo tiempo posible, cultural o económicamente. En tanto que los descendientes de la península euroasiática --sí, los europeos-- sostienen la falacia de la tolerancia racial con los bastonazos pedagógicos de una economía de subsistencia y una transculturización deformante de las mayorías nativas y no europeas leucodermas.

Se van re-creando así compartimientos estancos y homogenizados que solo fomentan resquemores y odios. Un letal control social que anula el diálogo y el encuentro con el otro, con el diferente, y esto como señalan los grandes filósofos existencialistas marcan el suicidio social.

Además, tal polarización copta culturalmente desde el discurso de la clase media, el contenido intelectual de la clase más sojuzgada y numerosa --pero no por ello sin luces--, desarticulando el espíritu cooperativista y socializante de los proletarios para suplantarlo por uno de plena raigambre individualista y capitalista que promete éxito y estabilidad si no se opone resistencia al discurso y método de la clase dominante y se subordina el discernimiento, la intención y voluntad (propio de un individuo independiente y racional), al mercado y al consumismo.

El problema de la clasificación reside en la programación que se le otorga y en su anulación como ente capáz y protagonista de la historia --como logra serlo la clase dominante-- y la simple personificación y gestualización irracional de reacciones prestablecidas por los factores de poder que la clase media adopta imbuída con un espíritu salvador de la moral patriótica que por voces externas supone única y verdadera.

El individuo puede conocerse, programarse y superarse a través de su contexto (los filtros del sistema eventualmente lo aceptarán, excluirán o no lo percibirán) pero un grupo o clase emergente es una masa significativamente voluminosa, informe y contradictoria que de ser incluída a groso modo en el ascendiente social sería negativamente competitiva y ejemplarizante para el sector dominante, he aquí la razón de la contención y la tributación forzada hacia la clase principal a la que tiene como una figura paternal y benéfica pues fue formada por ella y significa su norte y no a su acérrima opresora.

Los integrantes de la clase alta son patricios en su totalidad --además de individuos emergentes excepcionales-- quienes integran tal grupo. Si otro grupo o factor de poder alternativo plantea el conflicto, la reacción dominante brota beligerantemente y la retracción en pos de la supervivencia se hace evidente en las clases subyugadas que accionan perimiendo, según la lógica gravitacional, lográndose así el status quo siempre deseado por la oligarquía imperante.

Las evoluciones o revoluciones son excepciones a la regla, son la última solución para el mantenimiento de todo poder y ello de ninguna manera señala la extinción del poder establecido sino meramente una lógica adaptación con el grueso de sus reglas de estabilidad y establecimiento administrativo, legal y económico. El desarrollo que de allí se formule solo será un perfeccionamiento del establishment.

Todo individuo presiente esto. Sin embargo no quiere sentirse descubierto. Saberse excluído de su ansiado nodo social marca la muerte civil.

Continuará...