lunes, 31 de agosto de 2009

Justo el 31

Puño Morley es un espacio plurimultiultradimensional de ideas puestas en letras. Hoy, esté bebé cumplió una vuelta alrededor del sol y sin querer puedo decir que dio sus buenos frutos.
Desde esta trinchera busco compartir un licuado de cerebro en trago largo con hielo y encontrarme con vos que también te escribís para ser leído/a.
Hace cinco años esto iba a ser una revista impresa, idea que espero en algún momento concretar.
Agradezco a los viejos y nuevos amigos que por esta página encontré.
Agradezco a la señorita Internet por ser como es y no cambies nunca, flaca, en todo caso upgradeate.
Pero por sobre todas las cosas agradezco que exista el encuentro. Que estas palabras no se queden en ellas, que nos lleven y nos unan en un cara a cara con todos los sentidos, recuerda que eso es la verdadera existencia y lo que nos da sentido, pequeño saltamontes.
Eleven su copa de pajarito (para los novatos, alcohol etílico y cualquier jugito) y fondo blanco.

viernes, 21 de agosto de 2009

No al servicio obligatorio de la moda

Cada vez hay más boludos útiles que se preocupan y ocupan como va empilchado el prójimo. Es de un puterísmo y elitismo que me exaspera --por no decir otra cosa que se la diría en la cara invitándolo a un mano a mano-- es esperable una actitud así en las minas, en la mirada desdeñosa del peatón, pero que amigos y conocidos que hasta ayer se vestían de crotos como yo me vengan a enrostran un cambio de onda, un cambio de apariencia?
No, y no porque sea croto. A mi me gusta la crotez cuando lo amerita y empilcharme piola cuando se da la ocasión.
La moda es una forma perversa de control social, de segmentación, de elitismo, de vacío (no la tapa). Te dice como tenés que estar uniformado. ¿Estar uniformado te da seguridad?
Eso quiere decir que no tenes seguridad, que sos un cordero pa los lobos.
Tasatasa...

domingo, 16 de agosto de 2009

La Final


La semana pasada ocurrió un hecho más que curioso en la cancha de la otra cuadra. Más o menos a eso de las cinco y media de la tarde, bajo un sol del infierno, yo, Viyer y los muchachos del barrio estábamos jugando un partido entre nosotros para despuntar el vicio, cuando de pronto –de repente, diría el relator; redepente, diría la leedora vecina; cálamo currente, señalaría el culto lector— Aníbal y su cohorte de infradotados ingresaron a nuestra cancha vanagloriándose de su última victoria ante nosotros. A tamaña afrenta no se vacila un instante en destruir al oponente ya que se pone en juego el territorio y el prestigio de todo el grupo. Acordamos entonces que aquel sería el punto final que definiría todos los laureles y las humillaciones. Es de público conocimiento el odio existente entre Viyer y Aníbal. Cada encuentro deportivo era una invitación segura a la seccional, al hospital o en el peor de los casos a ser fiambre para los gusanos. La cosa fue que Aníbal iba perdiendo 5 a 3 y estaba siendo deshonrado con nuestro despliegue colectivo que reducía a su equipucho a una mera junta de muñecos de mijo. En un momento, Viyer se deslizó por la punta izquierda esperando un pase que efectivamente llegó a sus pies. Con toda su ruindad, Aníbal intentó seccionarle las piernas desde la espalda pero una voz –confieso que no fue la mía ya que siento la misma animadversión por ambos—le advirtió el peligro, fue entonces que Viyer saltó adelantando la pelota, su acérrimo enemigo corrió tras el fugado y su elemento. Viyer tomó la pelota y empezó a alardear en un sinfín de amagues y zigzagueos; fue allí cuando Aníbal lo empujó y le arrebató el balón. Armó dos paredes por aquí, un sombrero por allá, desbordó en diagonal hacia el arco y gol. Inmediatamente después, tras el saque de la gente de Viyer, Rulo se afanó la pelota, se la pasó al Sombra y de un brutal zapatazo llegó el gol del empate. Tanto fue el orgullo herido con el que Aníbal y su gente reavivó su destreza que hizo dar vuelta el marcador 9 a 5. Faltándole a Aníbal tres goles para ganar la contienda, Viyer puso en movimiento la redonda desde el medio de la cancha y corrió hacia el arco con la plena intención de hacer rimar la pelota con la red imaginaria; más la cerrada marca personal del Mulo sacudió las nobles intenciones de Viyer. Maniobrando en vueltas y revueltas de pases cortos y largos, caños, rabonas, atajadas y demás artilugios que nos exigíamos, acaparamos nuevamente el monopolio de los goles que nos puso a la par de los retadores. Nos atrevimos a dos tantos más que nos ponía enfrente la gloria póstuma. Sin embargo, Aníbal y su magna cofradía de imbéciles regresaron al ruedo de su insolencia con el empate. Abatidos por el infortunio y por el calor rostizante, enderezamos los lomos y avanzamos débilmente con la pelota hacia el punto central que señalaba el comienzo y el fin de todo o nada. Así de simple, así de concreto. El esférico se puso en movimiento en la tierra conectándose entre nuestros pies hasta el arco de Aníbal y los suyos sin prisa pero sin pausa. La intentona fracasó y luego la de ellos también. Insistimos una vez más. Hubo un saque lateral, en ese preciso lapso el orbe se detuvo, nada fuera de ese duelo seguía su curso normal, ya que una compleja y simétrica maquinaria libraba una lucha universal de contracción y expansión. Todo o nada. Magistralmente Viyer paró la bocha con el pecho, no osó rendirla a la gravedad, solo la acarició en el aire como si la llevara pegada a su pie. Al peligro de patadas y empellones logró con éxito escapar solo. Yo y el Indio le pedíamos la balón para dibujar aunque sea una mínima pared. Acorralado por todas las bisectrices y sin puntos de fuga, nuestro autonombrado campeón amagó, el propio Aníbal fue ingenuamente hacia él con la llana intención de plancharlo con su botín en pleno rostro. Con flemática oscuridad, Viyer detuvo la pelota contra el piso, sacó de la cintura una 45 y furiosamente abrió fuego, primero contra Aníbal. Siguiendo la marcha lo hizo contra cada contendiente que quedaba congelado ante la intercepción o huía.
__Al que se va, lo quemo --profirió en su brutal alarido--. Inmóviles contemplamos el espectáculo.
No quedando nadie del equipo contrario –excepto el guardavalla--, Viyer pasó entre los cadáveres eludiéndolos como si éstos lo marcaran. Aproximándose hasta el área chica shoteó el cuero redondo contra el arquero. El pobre infeliz, desprevenido, atrapó la bola y una lluvia de corchazos lo descosió para que nadie negara que había cumplido su promesa de hundir el balón con arquero y todo. Esa fue la última vez que jugamos un partido y que le ganamos a Aníbal y a los otros. Ese también fue el adiós de Viyer.
Ahora juega en la primera de Boca.


Libérrimos, noviembre 1997.